GRAND PILIER D'ANGLE,1967.


A Eugenio y Antonio, que en el Más Arriba habrán encontrado bellas montañas para seguir escalando.

Durante toda mi vida de escalador, y más después de mis primeras salidas a los Alpes, había soñado con "hacer" una gran pared.
             Mi gran sueño es ya recuerdo, tras los días pasados en la Vía Bonatti-Gobbi, sobre el Grand Pilier d'Angle, en el Mont Blanc.


           
He oído allá el ruido característico, que todos conocemos, de un pitón entrando en la roca. Ese ruido, como el de una campanita sonando lentamente...

Mi compañero está clavando, con todos los nervios en tensión, mientras lo contemplo sentado, con los pies sobre el vacío, en una diminuta repisa, desde donde domino todo el inmenso glaciar de La Brenva; allá abajo, un enorme serac se desplaza, y con gran alboroto se estrella contra sus compañeros. Veo levantarse una gran nube de polvo blanco, que después vuelve a caer, y finalmente, el silencio se enseñorea de aquel mundo helado.

Se inicia de nuevo el tintineo de las clavijas contra la roca. Mis sentidos gozan sin traba de las maravillas que me rodean. Veo unas gotas de agua a mi izquierda, que al caer y chocar contra un saliente de la roca, producen como un chisporroteo. Veo la gran Tour Ronde y el glaciar allá abajo. Y en décimas de segundo todo ha cambiado de color a través de las partículas de agua.

Recuerdo que en el primer largo tuve mucho miedo, no a la escalada, sino a esta ciclópea pared: todo eran rocas descompuestas. Pero ahora ya me siento más tranquilo: esta reunión me ha dado sensación de confianza. ¿No es cierto que todo esto ha sido puesto aquí por la Naturaleza para goce de los alpinistas?

Bruscamente la voz de mi compañero me saca de mis pensamientos, en alemán me grita:
- ¡ Frank, tensa la roja! ¡Cuidado, esa roca puede caer! ¡Ahí va!¡Atento, Paco, no te asustes! ...

Y a mi lado veo pasar un bólido que va a estrellarse cincuenta metros más abajo, y luego sus restos, desperdigados, caen en el glaciar.

De arriba me llega un grito de alegría:
- ¡ He llegado!

No necesito más. Saco la cuerda del seguro, y empiezo a subir. Siento notable fatiga. El morral es pesadísimo y el sol aprieta. Voy recuperando material, hasta alcanzar a mi compañero. Paso a cabeza. Sigo en libre por un diedro y el sol vuelve a darme con furia, como si quisiera vengarse del
frío de la noche. Una bavaresa. Meto un pitón, porque la salida de la bavaresa está cubierta por el hielo. Asegurado, lo hago saltar con un golpe de "piolet": hallo presa, me izo y llego a otra reunión.
"Helmut, sube", le grito. Disfruto viendo esca!ar a mi compañero, quien en breves momentos
llega hasta mí. Para ahorrar tiempo se apoya en una de las cuerdas. Hace bien, que aquí los minutos cuentan.

En la siguiente reunión vuelvo a ver la Tour Ronde, cada vez más pequeña. ¡Qué montaña más bonita! Ahora recuerdo la subida por el glaciar de la Brenva. Y la salida de Courmayeur con la intención de afrontar el famoso Grand Pilier d'Angle, tras las huellas de Bonatti y Gobbi.

Pero en estos momentos, lo que recuerdo con más agrado fue el gran desayuno-comida-cena, todo junto. Para chuparse los dedos, vamos. En contrapartida, recuerdo con desagrado la cuenta que nos pasaron en el refugio Torino.

Fue agotadora la subida por la cabecera del gran Glaciar del Gigante hasta el Col de la Fourche, y tanto o más lo fue la travesía por el Col Moore, en la parte alta del glaciar de la Brenva, hasta la base del Grand Pilier, sorteando grietas o pasando puentes de nieve, en constante peligro.

Pero Helmut, gran conocedor de los Alpes del Tirol, y con olfato especial de glaciarista, me ha llevado por el mejor camino, aunque a una marcha tal, que en la base he tenido que detenerme a descansar antes de poder articular palabra.

Desde el refugio Torino hasta aquí hemos tardado seis horas largas. La base del Pilier es una gran plataforma a la izquierda de los "seracs"que suben hasta el Col de Peuterey. Hay desprendimientos de piedras por algunos  sitios, pero una leve comida basta para darme moral e iniciar una larga escalada que prosigue en roca durante horas interminables.

Muchas fisuras, diedros, canalizos y algunas reuniones cubiertas de hielo.
De pronto se acaban luz y calor, y llegan el frío y la noche. Encuentro una gran laja separada de la pared, en la que decidimos vivaquear, aún en la cara sur, y a unos 250 metros de altura sobre la base.
Me quito el casco, aseguro las correas del morral en las que llevo el material, de una clavija cuelgo una bolsita con víveres, y noto la presencia abultada del trozo de jamón.
Hurgo después en el morral de Helmut y encuentro una colección de frasquitos de plástico de misteriosa pinta. En su envoltura pone "Estreptomicina":
-¿Qué es esto, Helmut?
-Destapa uno y olfatea
-Oye, que yo no soy un perro ...
-Perdona hombre, pero es que no sé cómo se dice en español; anda,huele.
Me acerco un frasco a la nariz, y la primera sensación me hace pensar que se trata de alcohol. Pero no. Afino un poco más. ¡Es coñac! Lanzo un grito de júbilo. Esta noche, pienso, te dejaré comer jamón.

 Pero cuando quiero darme cuenta, ya le veo saboreándolo con placer infinito, mientras yo ataco contra unos chorizos del Rin. Un té caliente nos conforta plenamente, y entonces mi compañero me
dice que destape otro frasco; vuelvo a meter la mano en su morral, esta vez más a fondo, y nueva sorpresa: debe llevar lo menos cuarenta frascos.

-¡Qué bárbaro! Este morral parece un serón, digo una bodega.
Helmut no le da importancia a la cosa, y sube unos metros por encima de mí para poder estar ambos medianamente tumbados. ¡Qué agradable sensación de confortabilidad siento al entrar en el
saco!, me pongo los guantes y el gorro de vivac, encima del plumífero un anorak cagoule.
Me estiro un poco para ver a Helmut, y suelto la carcajada: un ridículo gorrito le da cierto aire de caballero medieval a punto de meterse en la cama, hasta la punta del piolet, asomando por detrás de él, diríase la lanza.

Emparedado como estoy, siento cierto malestar. Por fin consigo una posición menos incómoda. Quiero dormir, pero no puedo. Veo las estrellas en el bello cielo de Italia. El frío muerde la cara. Son las nueve y media.
Oigo a Helmut:
-Paco, ¿te has dormido?
-No, no puedo. Pero no lo siento mucho, porque esto es tan hermoso...
-¿En qué piensas, Paco?
-En una chica de España.
-¿Cómo es?
-Morena, de ojos negros.
-¿Te gustaría que estuviese aquí, verdad?
-Sí; pero me gustaría que hubiese además un ascensor, para que no pasase tan mal rato como yo he pasado.
-¡Pero si subías como una ardilla! También a mí me gustaría que estuviese aquí Odina.

Y poco a poco las palabras fueron faltando y la conversación enmudeció.

¡Qué maravillosos son los vivacs!, se habla de todo con absoluta franqueza, de las cosas más humanas, con el pensamiento sencillo.
Recuerdo ahora aquellas noches de La Pedriza, las noches tolmeras, que decía Rodrigo Burillo.

En el fondo tengo miedo, miedo a la soledad que nos rodea, tremenda, brutal. Todo es silencio absoluto: sólo de vez en cuando se oye el ruido de un serac que se desploma o de una grieta que se cierra en el glaciar. Y cada vez me voy acurrucando más. Y con la consciencia de que sólo somos dos, y que son ínfimas nuestras fuerzas frente a la ciclópea montaña que nos rodea, van pasando lentamente las horas, una tras otra.

Me despierto a las tres y media, incapaz de aguantar más tiempo esta postura tan agotadora. O al menos eso creo, pero el caso es que resisto aún una hora más. Los dos sabemos que el otro está despierto, pero por si acaso respetamos su tranquilidad, y ninguno se atreve a romper el descanso
del otro, que dentro de unos instantes se convertirá en lucha feroz otra vez contra la pared, en un combate por nuestra propia salvación frente a los elementos de la montaña.

Por fin me decido:
-Helmut, son las cuatro y media.

Y febrilmente recogemos los sacos, enfundamos los pertrechos y lleno de nieve el cazo que nos sirve para hacer todas las comidas, lo pongo sobre el infiernillo, pero Helmut tropieza, y nuestra cocina, tambaleándose, está a punto de irse al fondo del abismo, en la soledad del glaciar, pero en un rápido giro del brazo la agarro en el aire, y el infiernillo vuelve a ser nuestro otra vez.

Hemos desayunado un potingue que ha inventado mi compañero, cuyos ingredientes son té, leche, azúcar y unos copos de avena llamados "Hafer Flokens Gud" (o algo así). Una vez y no más: mi estómago se negará en lo sucesivo a admitir semejante mejunje.

Proseguimos la escalada con las linternas encendidas, es emocionante ver allá arriba una lucecita oscilante. Me llega un grito:
-¡Cuidado ... !
Y una piedra rebota en mi casco.
-Todo bien, Helmut; "no me ha dado". Puedes seguir.

Una luz difusa va emergiendo por el este, pero el fondo del valle de Aosta sigue completamente negro, y luego la niebla impide ver su fondo. A medida que subimos, vamos encontrando más nieve en la pared. El hielo está pegado ahora en las mejores repisas, por lo que nos movemos con sumo cuidado. Pese a todo Helmut va rápido y, para ganar tiempo, por cada tres clavijas pone un solo mosquetón. Lo demás lo supera con sus fifis y su martillo-piolet.

Ahora me toca en cabeza, supero un largo en chimenea casi exterior, tapizada por fina capa de hielo verglaseado y jaspeada con copos de nieve adheridos. En la salida rompí con la cabeza una volada cornisa por no poder soltar las manos de las presas.
Me ha entrado nieve por todos lados, al salir veo que no hay reunión, me aseguro a un pitón e izo el morral muy en precario porque el pitón es de los que no se salen, quiero decir que es de los que no se salen si se tira de él en una determinada dirección, porque si se tira en cualquier otra, sí.

Así vamos ascendiendo los dos a la vez, sin asegurarnos, hasta que por fin encuentro una laja, por la que paso un anillo, el sol empieza a dar en algunos puntos del Mont Blanc, pero los valles
siguen ocultos bajo una espesa capa de niebla.

Al pasar por el vivac Bonatti-Gobbi, comprobamos que tan sólo llevamos hora y media de retraso sobre el horario de éstos, no nos preocupamos, porque hoy hemos madrugado mucho.

Atacamos unos largos de roca pura en escalada exterior y muy acrobática, a veces a fuerza de brazos. Nos atormenta la sed que aliviamos chupando carámbanos de hielo.... , al menos por el momento.
Nunca hasta hoy había escalado tan a gusto con plumífero, y eso que lo protejo con un jersey encima de él.

Una fisura me conduce a la cara Norte, y la contemplo amenazadora, enteramente cubierta de hielo. Vuelve Helmut a pasar a cabeza. Preciosa escalada, hasta que cierra la ruta un fenomenal extraplomo, que pasamos gracias a un taco, que es lo único que no se sale.
Luego, casi enteramente sobre estribos, tengo que ponerme los crampones, pues hay que atravesar una placa en forma de rampa de hielo verde. Al principio sobresalen unas pequeñas rocas, que me permiten asegurar a Helmut, viene después una travesía horizontal. En estos largos no hemos salido del quinto grado.

Ataco la travesía, de roca y contextura muy parecidas a las de La Pedriza o, mejor quizás, a las del Pico de la Miel. A los treinta metros me atasco. Echo mano de mis reservas de voluntad, y estudiando el paso alcanzo a ver una clavija metida en el único agujero de la placa. Más allá, otra, relativamente nueva, austriaca. Y ambas me ayudan a dar el "mauvais pas" que cita Bonatti.

La placa es completamente pulida, con todas mis fuerzas lucho contra las de la gravedad, que tiran de mí en dirección opuesta a la de mi empeño. Hallo un pequeño agarre sólo para los dedos de la mano derecha, lo que me permite izarme hasta la altura del pecho pero allí no veo nada. ¡Qué alivio al apoyar la punta de la bota en un diminuto reborde!. Hay momentos en que me dan ganas de tirar abajo el morral.

Por fin paso, ahora ya estoy al otro lado, asegurando en plena cara Norte del Grand Pilier d'Angle y tengo ante mí la famosa pared de "mixto"(hielo y roca), que parece no tener fin. Hasta ahora debemos haber ganado unos 550 metros de altura, casi siempre sobre roca. Y desde este momento se acaban sol y calor.

No nos hemos dado cuenta de que un soberbio mar de nubes se extiende desde la Aguille Verte al Monte Rosa, del que sólo emergen las cotas superiores a 3.500 metros. Estamos contentos. ¡Qué maravilloso es el alpinismo que nos ofrece estos contrastes entre la belleza y el miedo, entre la sed y la felicidad de vencer! ¿Existirá algo en la vida que se pueda comparar a esto? .

Prosigue la escalada, ya por terreno mixto, mezcla que no es roca ni hielo. Algo horrible, lo mismo que su situación, esta cara Norte es inhóspita, cruel, totalmente hostil a la vida pero al poco rato me aclimato al frío, y de nuevo soy feliz, reconciliado ya con la montaña. La paz ha vuelto a mi corazón, amo la roca y el hielo y me propongo escalar más cimas, porque el alpinismo es algo único.

Helmut se preocupa por el tiempo, está nervioso. Le ha tocado ahora a él el turno del miedo. Felizmente ello no nos ocurre nunca a ambos a la vez. ¡Misterios de la compenetración!

Por el Monte Rosa aparece una gran nube de desarrollo vertical, muy por encima del mar de nubes que cubre los valles y llega hasta el Refugio Torino. Sólo asoma la Tour Ronde, y allí se rompen las nubes, cuyos jirones llegan hasta la base del Gran Pilier.


¿Podremos llegar hoy a la arista de Peuterey?, me pregunto en muchos momentos. Al acabar de dar un paso delicado, tengo que meter muchas clavijas, porque la falta de agarres hace de otro modo imposibles las superaciones. Así vamos avanzando, paso a paso, largo tras largo, relevo tras relevo. 
De repente la niebla nos envuelve. ¡Condenada niebla! su humedad parece llegar al corazón.

Vuelve a tocarme el turno en cabeza. Largo de 20 metros. Nueva clavija para salir: es difícil hacerlo porque las grietas que parecen finas son anchas, y están cubiertas de hielo, las anchas en su mayoría están ciegas y al clavar se desconchan de tal forma que la grieta desaparece, hay que tallar con el piolet y, una vez limpio el agarre, izarse con toda el alma bajo el terrible morral. Jadeo al superar el paso y me doy cuenta de que traigo una sed inapagable, que engaño con unos carámbanos de hielo.

Meto otra buena clavija y supero un segundo desplome, tras el que llego a unas terrazas "verticales". Recupero algo de cuerda para seguir hacia la izquierda cuando oigo algo así como un cañonazo encima de mí, con los nervios en tensión escucho el grito "¡ ¡Avalancha! ! " lanzado por mi compañero, y comienzo a ver, algo más arriba y unos 50 metros a la izquierda, una catarata de piedras y nieve, instintivamente salto de costado y rápido paso una gaza por un mogote, en décimas de segundo, un bloque del tamaño de una cama roza el último clavo puesto, y sigue su trayectoria con un ruido espantoso.

Segundos antes, mientras metía este pitón, me habría barrido sin remisión, hemos escapado de la muerte, y no me he dado cuenta de que una piedra como un adoquín me ha rozado el casco, y dos como puños, se me han estrellado en codo y cadera, el dolor es terrible pero sin más consecuencias.

-Helmut, ¿estás bien?

-Sí; ¿y tú?

Febrilmente recupero cuerda, comprobándola escrupulosamente, palmo a palmo. ¡No tiene nada! Pero un mosquetón ha quedado arrugado como un higo paso.
Helmut llega hasta mí, mientras me sacudo del anorak la nieve sucia. 
-Lo has pasado mal, ¿eh?

Y el alemán, tan buen médico como gran psicólogo, se pone a cantar la Montanara. Le hago coro, y así apagamos nuestro miedo. La voz me sale entrecortada y me tiemblan aún las manos, pero así nos serenamos, y nuestra alma vuelve a impulsarnos hacia esa cima única del Mont Blanc, poniendo de nuevo esperanza en nuestro corazón.

Hace mucho frío, la niebla algodonosa nos lanza bocanadas de humedad que rápidamente congela y nos cubre de blanca escarcha. Todo se hiela. A juzgar por lo que veo a mi compañero, debemos tener un aspecto de lo más "alpino": plumífero, jersey, anorak, capucha, gorro y casco, en capas sucesivas, y sobre ellas, la costra de hielo. Llevo puesto el guante izquierdo, y el derecho colgando de una driza: me lo pongo sólo cuando el terreno lo permite.

Seguimos escalando por lo que llamo "La Cicatriz" por tener igual fisonomía que la de la cara Oeste del Naranjo de Bulnes. De repente el pelo se me riza, incluidas barba y patillas, oigo algo como el ruido de una colmena: ¡La folgore!, que dirían nuestros amigos de Italia, sentimos como un latigazo próximo y tremendo, y el pánico nos hace pegarnos a la roca y nos paraliza, mientras una cascada de granizo nos acribilla sin misericordia. Luego, la reacción, salimos disparados hacia arriba, a toda la velocidad posible, Helmut me sigue. Debemos presentar un cuadro interesante, corriendo como locos por la pared.

La tormenta sigue alrededor. El granizo machaca nuestros cascos y lo va cubriendo todo, haciendo peligrosísimas las reuniones, y ello tanto más cuanto más subimos. Las clavijas se salen, la roca se descompone a cada martillazo, pero nada de ello nos afecta. Ascendemos "ensemble", uno
pegado al otro. De vez en cuando una luz nos ciega seguida de un chasquido horroroso que nos deja mudos, de repente veo con asombro que Helmut me ha rebasado: en este largo ha metido cinco clavos y un taco.

Alternamos, y coloco dieciséis clavos y dos tacos, dándonos cuenta de que estamos en camino equivocado por lo que derivo hacia la derecha en busca de una pequeña arista, alumbrado por los relámpagos y ensordecido por los truenos. Por la pared resbalan avalanchas de granizo, y
el viento ahora pugna por arrancarnos de las presas. Nos ponemos las gafas para no ser cegados por los remolinos de nieve.

Desde que entramos en la zona "de mixto" no hemos encontrado ningún paso de sexto grado, pero sin pitones hubiera sido imposible progresar: se trata de un terreno diferente a los otros que conozco.

Por fin parece que la tormenta se aleja y el granizo deja de caer, pero unos finos copos de nieve forman con el viento una ventisca terrible que poco a poco va pintando de blanco la pared.
Todo ello mina nuestra moral, hasta que en una reunión Helmut me dice :
-Paco, tengo mucho miedo, pero mañana saldremos de aquí como sea, aunque haya que escapar por el Col de Peuterey. ¡Tenemos que volver a ver a tu morena y a mi Odina!.

Espoleado por sus palabras ataco de nuevo la pared con furia, en largos extraordinariamente difíciles. Son ya las cinco y media de la tarde, en uno de estos largos pongo nueve clavijas y dos tacos, que se salen con sólo tocarlos, ya que no muerden en la roca, sino en el verglás. Sobre mí hay un techo con un canalizo a cada lado, que no veo forma de sortear en libre, tampoco me queda ningún taco apropiado, y las rocas de la derecha son quebradizas, pero me arriesgo por ellas. Nada, todo se desmorona y me veo obligado a volver al punto de partida con riesgo de caerme 15 metros hasta el primer taco. Me llega ayuda desde abajo:

-¡Paco, la morena de ojos negros!

Y como si un muelle me impulsara salgo hacia el techo empotrando un brazo, y ya con el cuerpo suspendido en el vacío encuentro un pequeño agarre para la mano derecha, dentro del canalizo, luego voy introduciendo la pierna izquierda. Por fin el canalizo ensancha algo y, en su final clavo el piolet en la nieve y fijo la mejor clavija de toda mi vida.
En los dos largos siguientes pongo seis clavijas más, y alcanzo una repisa cubierta de hielo mientras la nieve cae sin descanso.
Veo un agujero negro en la citada repisa y miro dentro de él, no tiene fondo, saco la linterna de la tapa de la mochila, y lo que veo es asombroso, el mejor regalo que los Alpes podían hacernos en semejantes circunstancias: una gran cueva, la boca es tan estrecha, que tengo que dejar fuera el morral para arrastrarme al interior, el techo está cuajado de estalactitas que centellean deliciosamente a la luz de la linterna, tengo que romper bastantes para poder pasar.

Me invade una alegría jubilosa porque la cueva debe tener unos tres metros de altura por cuatro de anchura. Observo un nuevo juego de luces: es Helmut que entra arrastrando delante de sí los dos morrales, y que, sin pérdida de tiempo, empieza a limpiar el suelo de piedras, hielo y restos de estalactitas, tirándolas al exterior, mientras entona canciones germanas. Pero una piedra algo mayor
se le atasca en la roca, y mientras preparo el té le veo renegar mientras rompe los bordes de la piedra con la maza y una clavija. Cenamos todo lo opíparamente que las circunstancias lo permiten y
tapamos el agujero de la entrada con nieve, dejando fuera un trozo de cuerda, "como mandan las ordenanzas", para señalizar nuestra posición. No creo que aquí arriba sirva de mucho, pero ...
luego, a la luz de la vela, lanzamos al aire canciones alpinas italianas, francesas, tirolesas, e incluso Helmut aprendió una española.

Debajo de mí tengo una gruesa capa de verglas que no hemos podido quitar. Bueno, de todos modos esto es infinitamente mejor de lo que hubiéramos podido pensar una hora antes.
Hemos bebido mucha agua: afortunadamente en la cueva no nos ha faltado nieve que sigue cayendo en abundancia, por lo menos hasta que nos dormimos, con sueño intranquilo, pensando en lo que pasará mañana.

¿Seguirá el mal tiempo? ¿Tendremos que destrepar desde la cumbre del Pilier hasta el Col de Peuterey? ¡Qué día de maravillosa escalada habríamos tenido hoy, de no haber sido por el tiempo!

Con estos y parecidos pensamientos voy perdiendo poco a poco noción de las cosas y entrando
en el reino de los sueños hasta que comienzo a oír un ruido difuso, lejano, como si de una cascada se tratase, y que cada vez fuera acercándose más y más. Abro asustado los ojos y veo que es el hornillo de butano que trata de convertir en agua una carga de hielo. Helmut está asomado a la entrada, se vuelve hacia mí y me dice que hace una noche excelente. Salgo del saco y corro a verla; efectivamente, entre retazos de niebla asoman las estrellas, y las cimas, huyendo del mal 
tiempo, emergen del mar de nubes. Comprobamos que estamos más o menos al nivel del pináculo superior de "La Pera".



Silba suavemente un ligero viento helado. Debemos estar a unos 20 bajo cero. Me ato, aún dentro de la cueva, y me pongo las manoplas de plumón, las clavijas vuelven a sonar al golpearse entre sí cuando salgo del vivac a las cinco de la mañana.

Sigo por una crestina rocosa, más o menos en el último vivac Bonatti, donde ninguna clavija es segura y, bajo la capa de nieve, la roca se descompone con sólo mirarla.

Proseguimos por un empinado couloir en el que sólo queda el hielo vivo, barrida la nieve por el viento o las avalanchas. Para pasar, atornillo una clavija Stubay en medio del hielo azul, durísimo, y ya de nuevo en la arista, contemplo la salida del sol tras el Monte Rosa, velado por las nubes, hasta que se sitúa sobre éstas.

Más a la izquierda asoman las cimas del Cervino y del Weisshorn. Por doquier el viento mueve la nieve polvo, haciendo fantásticas fumarolas en las aristas.

Todos nuestros músculos, incluido el corazón, protestan por el infame trato de los 4.000 metros.
Nos sostiene la voluntad cuando al superar una arista horizontal, completamente llena de hielo, un ruido ensordecedor paraliza nuestra veloz marcha. Rígidos y jadeantes contemplamos el desprendimiento de una gigantesca avalancha de hielo por el canalizo entre la Major y el Centinela Rojo. Entre el fragor de la caída, y pasados los primeros instantes de terror, pienso en lo frágil que es la vida de un hombre frente a la incontrolable potencia de la Naturaleza y luego, una inmensa nube de polvillo blanco se alza hasta el cielo, más arriba incluso de las nubes.

Luego, un silencio sepulcral nos rodea, apenas percibimos el silbido tenue de nuestro propio aliento, y arriba, arriba, que parece que la arista no va a acabarse nunca, hasta que a las once horas del 13 de agosto de 1967 llegamos a la cima del Grand Pilier d'Angle.

El jubiloso abrazo lo recordaré toda la vida.

Y unas palabras resumen la escalada: maravillosa, aérea, severa, difícil, peligrosa.
El resto tiene menos historia la arista de Peuterey está tapizada de fino polvo, cubriendo el hielo traicionero. Tallamos miles de veces. Rompemos innumerables cornisas y padecimos los sustos de la niebla.

Han sido once horas de agotadora travesía, con mil metros de cortado a cada lado, y remolcando los pesados morrales, pero hemos llegado al Mont Blanc de Courmayeur. Son las diez de la noche, una etapa más ha quedado atrás, y nuestra alegría queda sellada en otro regocijado apretón de manos.

Pero hay que seguir: tres cuartos de hora después alcanzamos la cima del Mont Blanc. 

Con Europa a nuestros pies, sufrimos los embates de un viento helado pero ya no nos hace mella, y con alas en los pies, a media noche exactamente, penetramos en el Refugio Vallot.

Nuestro tercer vivac, a 4.362 metros de altura, tras tres días y dos noches, va a estar iluminado por una suave luz lunar, brillan también las estrellas y nada falta para completar nuestra alegría interior.

Es el goce puro, tras la lucha y la victoria en la montaña.

Al día siguiente, a las ocho de la mañana, entramos en el Refugio del Gouter. Mientras devoramos un copioso desayuno, trabamos conversación con dos guías franceses: Cossimo y Jean Paul. -¿De dónde venís? -Del Pilier d'Angle ... - ¿ Sans blague? (traducido al español: ¿en serio?).

Tampoco olvidaré la felicitación y el apretado abrazo de aquellos dos nuevos amigos ...

Salida del Refugio Torino, a 3.375 metros (según la altimetría italiana), en dirección al Col de la Fourche (3.682 m.), con descenso al Glaciar de la Brenva para seguir al Col Moore y llegar a la base del Pilier.

El Pilier en sí tiene mil metros (base a unos 3.200 m. de altitud y cima a 4.243 m.), y la Arista de Peuterey, desde él al Mont Blanc de Courmayeur, supone 500 metros más: en total, 1.500 metros de trepada.
Los 550 primeros metros son de escalada en roca, si bien a veces es necesario recurrir al piolet para limpiar el hielo adherido a la roca, los siguientes 450 metros son de escalada "mixta", hielo y roca, y los 500 finales, por la Arista de Peuterey, hielo puro.

En la escalada que hemos descrito se emplearon de 90 a l00 clavijas. A mi juicio el paso en roca más difícil fue la travesía de 40 metros para llegar a la cara Norte y, en el terreno mixto, la arista inmediatamente anterior a la cumbre del Pilier.

Invertimos dos días en la escalada del Pilier propiamente dicho, y otro más en la Arista de Peuterey, lo que representa dos vivacs en la pared v otro en el Refugio Vallot.

Material empleado: 2 cuerdas de 60 metros, 30 clavijas y tacos, varios anillos, 2 mazas, 20 mosquetones, 4 estribos, 2 piolets, 2 pares de crampones, 2 prusicks metálicos, 2 fifis.

Material de vivac: 2 morrales de vivac, 2 sacos cortos de plumón, 2 plumíferos, l anorak cagoule, 1 pie de elefante, 1 tienda de vivac en nylon, 3 pares de guantes de plumón, 2 pares de guetres, 1 pantalón de ventisca, 2 pares de medias de repuesto, 2 cantimploras, 1 infiernillo de butano con 3 cargas.

© Francisco Caro Serrano







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